Un plan muy de nuestros sábados era desaparecer un rato con mi padre a su tienda favorita del universo: Crisol. Le encantaba recorrer sus pasillos, mientras brujuleaba entre cintas y discos, canturreando o haciendo ritmos, algo que se entremezclaba con el sonido de los plásticos de los cedés chocando entre sí cuando pasabas el dedo sobre ellos para elegir el que te interesaba. Me gustaba observar a mi padre rodeado de todo lo que amaba, dejando que su esencia flotara por la superficie, porque mi padre es música y eso uno sólo lo puede entender viéndole campar a sus anchas en espacios como ése, mientras chasqueaba los dedos o sobrerreaccionaba ante un gran descubrimiento (es electrizante ver disfrutar de verdad a una persona, es una conexión mágica e íntima, pues el que observa se queda ese pedacito del observado en silencio, por eso creo fervientemente en los flechazos, porque el ser humano tiene la capacidad de percibir el alma de alguien si sabe bien cómo mirar).
Recuerdo que la primera cinta que le pedí a mi padre que me comprase fue la de Laura Pausini. Marco se había convertido en el chico más famoso de toda la geografía española en 1994 y aunque yo sólo tenía 6 años, “La Soledad” y “Se fue” serpenteaban con sus letras por mi cerebro sin descanso y yo quería, ¡necesitaba! ser dueña de todo el pack.
Cuando pusimos la cinta en el coche, cara B canción 2, saltaron todas las alarmas. Empezó una musiquilla ciertamente perturbadora y Laura, con voz más apagada y oscura, cantaba sin piedad aquellas frases que jamás olvidaría:
“Dos chiquillas que se miran llenas de alegría, que se prueban la chaqueta de papá.
Pero luego qué deprisa crecerá su vida, como un río desbordado y hablarán de amor en una esquina…¿Por qué no volverán? Esa libertad, y esas carcajadas de los pocos años ¿Por qué no volverán? No sé dónde están, no sé dónde están”.
Miré a mi hermana, miré a mi padre. Me entró una asfixiante angustia vital. ¿Se habría percatado él de aquella letra tan demoledora? ¿Estaría tan afligido como yo pensando que sus niñas crecerían y el tiempo jamás volvería atrás? ¿Estaba siendo culpable de aquel potencial sufrimiento paternal por haber escogido esa cinta sin indagar más en lo que había en su interior? Me sentí tan incómoda ante su posible tristeza que empecé a mostrar mi descontento con aspavientos, pidiendo exageradamente a mi progenitor que la pasara, que esa no me gustaba, que nanay de la china, que si patatín patatán. Lo único que trataba es que mi voz, que es demasiado sutil para ser escuchada por el ser humano medio, proyectara el suficientemente ruido para conseguir alejar a mi padre de lo letal de aquella letra.
Ahora que conozco más a los hombres, estoy convencida de que realmente él estaría a mil millas de distancia de lo que estaba ocurriendo en mi cabeza. Pero este teatrillo se prolongó a todas y cada una de las veces que volvimos a escuchar la cinta. En cuanto veía que se aproximaba su turno, me dejaba dominar por esa histeria incómoda y les pedía encarecidamente a mis padres que la quitaran (con lo pesado que era en una cinta conseguir pasar a la siguiente pista).
Recapitulando este episodio, y otros del estilo que he vivido, me avergüenzo bastante de mí misma (como aquella vez que me lancé a la pierna del doctor cuando le pusieron la vacuna a mi hermana y ella gritaba de dolor o, simplemente, cuando alguien cuenta un secreto en un tono de voz que considero elevado y fácilmente audible para quien circule cerca y me pongo enferma pensando en las catastróficas consecuencias que eso podría llevar a desencadenar). Puedo imaginar cómo deben de percibir los demás desde fuera esos ataques tan poco propios de mí
cuando algo me altera el corazón. Me vuelvo una persona absolutamente irracional, capaz de lanzarse en plancha para frenar cualquier momento emocionalmente incómodo. Debe de ser desquiciante ser testigo de una transformación así, sobre todo si viene de alguien tan aparentemente pausada y ralentizada como soy yo, seguramente sea bastante aterrador.
Pero pienso que, al final, es algo animal, natural, primario, querer proteger a los tuyos. Aunque sea de una letra de una canción, de un comentario malicioso, de una vacuna a traición. En el fondo, no sólo tratas de protegerlos a ellos, tratas de protegerte a ti mismo sobre el peor dolor posible que existe: el de ver sufrir a los que más queremos. Incluso el propio Jesús no pudo soportar la muerte de su amigo Lázaro y lo hizo revivir. Y por eso amar siempre será un acto de tremenda vulnerabilidad y valentía, porque ponemos a disposición del destino de los demás (y de sus decisiones) nuestra propia felicidad.
A Laura Pausini le debo una cursilería potenciada, las ansias de enamorarme, la melancolía por el paso del tiempo y la perplejidad de entender una parte de mí que hasta entonces desconocía. Nunca se sabe cuánto puede cambiarte la vida una mañana de sábado cualquiera.
Todas estas descripciones de cedés, cintas y "caras B" evocan para mí un mundo casi mitológico del que solo conservo recuerdos de la más remota infancia. Aparte de eso, me he sentido muy identificado con ese temor rabioso hacia la posibilidad de que tus seres queridos sufran. Creo que es un instinto bello, humano y quizás un tanto salvaje. Muchas gracias por compartirlo. Te envio un fortísimo abrazo, es genial leerte, como siempre 💝💖