Seguro que les ha pasado alguna vez: han tenido un día complicado, el trabajo ha sido demasiado duro, o les han dado una mala noticia, su novio les ha dejado, o le han anunciado que alguien a quien quieren con intensidad está enfermo. Uno intenta mantener el ánimo y el día como puede, sujetándolo a tientas como si fuera la Patata Caliente del Gran Prix. Sobrevive a la antipatía de algún compañero, a los atascos de tráfico, al bloqueo total de su ordenador. Y, cuando ya creía que había aguantado estoico todos los pesares de ese arduo día, para darse un pequeño capricho, un homenaje y sentir así la alegría de vivir en sus diminutas formas, se anima a desviar la ruta de camino a casa y pasar por el supermercado para comprar algo que les haga reconectar con esa felicidad. Y justo cuando está yendo a la frutería, con el corazón (y toda su expectación) puestos en ese mango de 8 euros traído directo de un país recóndito del Caribe, descubre, muy a su pesar, que hoy no quedan. Así que agarra una bandeja de insulsas manzanas y, dirigiéndose a la caja, unas microscópicas lágrimas comienzan a deslizarse, indiscretas, por su rostro. Nunca es por el mango (o por el sushi, o por una Coca Cola Zero fresquita, o lo que cada uno quiera) en sí, nadie llora por un mango. Es porque ésa era la gota que colma el vaso de su paciencia. Es porque uno se siente un poco miserable al verse allí, de repente, fuera de casa, ante esa luz esperpéntica que hay en los supermercados, y la imagen del espejo de la columna que hace esquina le devuelve un rostro cansado y ojeroso (maldita luz). Es porque había puesto todas las esperanzas de su día en aquella fruta tropical, había soportado el soporífero día pensando en lo feliz que sería cuando pudiera sentarse en su sofá y disfrutar de ese pequeño manjar. Es porque lo había intentado, mantener el ánimo, las fuerzas, las ganas, había continuado corriendo en esa maratón que a veces es la vida, con una lesión en el tobillo y el corazón magullado y, justo cuando estaba en la meta, alguien le dio un suave empujón que le hace caerse a escasos metros de la línea de llegada.
Es por eso, por lo que creo en la importancia de las cosas menos importantes. La satisfacción de que se cumpla lo que habíamos planificado proporciona un orden y una paz momentáneos en un mundo, de por sí, caótico: los autobuses o metros que llegan a su hora, las cafeterías que abren puntuales, leer su columna favorita, o escuchar su pódcast, en el día programado, tal y como espera, tal y como tiene planeado. Los supermercados que no cambian anárquicamente cada poco tiempo los productos de sitio y uno puede ir directo a lo que busca sin volverse loco. Una mesa bonita puesta, con una vela en medio y un pequeño centro de flores, como esa gente que seguía poniendo el mantel de hilo para sentarse a la mesa en la Guerra aunque no hubiese nada para comer. Esa pequeña liturgia, mantenerla intacta, pese a todo.
El ser humano trata, en la medida que puede, organizar lo que se le ha dado, aunque la naturaleza sea indómita, aunque la luz pueda irse en un país entero durante horas y sembrar un total descontrol. Siempre encontrará a personas que, a pesar de ello, mantienen la calma, miran el reloj y siguen cumpliendo, meticulosamente, sus planes como si nada alrededor se hubiera perturbado, como si no hubiera fuego en el bosque. Hay cierta belleza en contemplar a ese tipo de personas, ésas que, a pesar del estrés, siempre mantienen sus cosas ordenadas en la mesa, que paran puntualmente a la misma hora para comer, que piden el mismo plato, día tras día, que sosegadamente responden a la prisa.
Yo no soy una de esas personas, quizá no. Pero también tengo mis anclas, mis procesos. Esos que me mantienen en pie los días difíciles y que exaltan y enmarcan los más extraordinarios. Nunca he intentado ocultar que, con las cosas que me gustan, soy bastante obsesiva. Supongo que, como cualquier obsesión, hablan de mi necesidad de conocer en profundidad ciertas cosas, para dejar de pensar en todo lo demás que no puedo controlar. Es una forma de reencontrarnos con certezas, las de saber que, pase lo que pase allá fuera, habrá siempre un refugio esperándote.
Así que espero que si alguna vez, merodeando en el supermercado, ven a una persona afligida mirando con estupor una mandarina, buscando, sin tino, las picotas o los melocotones como si no hubiera un mañana, tengan piedad de ella. Nunca se sabe qué día ha tenido por delante.