Aunque tú nunca lo llegues a saber, esta que escribe vio tu perfil de chico magullado por un ventanal de una cafetería del centro de Madrid. Con un poncho a modo de abrigo, una tez demasiado morena para ser enero y un gorro (siempre un gorro), como si fueras un vaquero con la pistola cargada en plena emboscada. Semblante serio, mirada decidida, parecías una ensoñación como cantabas en aquella canción, entre la bruma blanca que desprenden los días fríos de Madrid.
Pensé entonces en tus primeras canciones que escuché en el autobús del colegio y de quedarme enganchada a la frase “No tengo miedos, no tengo dudas, lo tengo muy claro ya”. Y en cómo Pereza se entremezcló con mi propia relación de aquel entonces. Así que con vosotros fuimos “Algo para cantar”, “Animales” y “Aproximaciones”, jugábamos en los portales, nos convertimos en gotas, también en el rincón favorito de Madrid y si no llegaban cartas desde hace tiempo maldecíamos al pobre cartero. Compramos juntos “Aviones”, una tarde lluviosa de agosto y lo desmenuzamos en los días restantes de aquel verano, prometiéndonos llevarnos siempre al baile.
Me tomaría mucho tiempo recuperarme de aquellas rupturas, la vuestra y la nuestra. Me distancié de tus canciones, de los acordes que sonaban de lejos, como los ecos de un bombardeo, porque la música atornilla los recuerdos y yo necesitaba soltarme de lo que ya no me pertenecía tanto. Las balas de Estrella Polar todavía rozaban una herida abierta. Y tu voz, de alguna manera, me recordaba a todo lo que ya no estaba.
Pero no te perdí de vista. Empezaste a sonar, ahora en solitario, con “Eme” y me di cuenta de que tú también te relamías tus propias cicatrices. Me reconcilié del todo con “Sincericidio”, mientras la cantaba a pleno pulmón en una playa perdida de Australia. Los coros iniciales, con ecos de “Estadio Azteca” de Calamaro, explotaban con la misma energía con la que yo palpitaba en aquella luna de miel, rindiéndome ante ese “Te quiero, como tantas cosas que no tienen solución”.
Fui Godzilla y el Gigante de Big Fish. Fui 40 en cuarentena y la pequeña sonrisa de Amelie. Te canté con mi hermana a la guitarra y en el karaoke del cumpleaños de mi suegra. Te disfruté en muchos conciertos, con V, con P y con J, en la segunda parte de M&M. No solo en Madrid, también en Gijón o en Granada, así que esas ciudades también sonarán siempre un poco a ti.
A veces te veo en la tele y me pregunto algo preocupada si estarás bien. Si después de tu otra Eme te recuperaste, o si se cierne sobre ti la maldición del cantante exitoso que, de tanto encarar al desamor se ve obligado a boicotearse su propia felicidad. Escucho en bucle “Cuando te muerdes el labio” y pienso que, al menos, de esa tristeza sale auténtica magia.
Nunca tendré Superpoderes, ni viviré como Si fuera a morir mañana, quizá por eso no fui capaz de reaccionar a tiempo y salir corriendo a conocerte. Así que jamás sabrás cuánto hiciste en mi vida. Los versos que me prestaste para entender lo que sentía, las veces que te canté llorando, las otras tantas que gritar tus letras me hizo sentirme tremendamente viva.
Con los artistas que nos gustan (cantantes, escritores, pintores), tenemos una deuda de por vida. Se cuelan en nuestras vidas, en las rendijas de nuestro yo más íntimo, donde rara vez dejamos entrar a nadie más. Se filtran en nuestro día a día, nos acompañan en secreto. Son refugios para el alma. El arte pellizca realidad, nunca pincha en hueso, siempre acierta en la diana de la verdad, como si quisiese agitarte para que caiga la nieve dentro de tu bola de cristal. Que pasen cosas, que ocurra la vida.
Y me pregunto si, de alguna manera, eso no será también un tipo de amor: porque hay respeto, hay admiración, hay generosidad, hay una historia, bueno, miles de historias. Lo protegemos como hacemos con aquello que queremos y es capaz de resistir las grietas que se van abriendo en la memoria. De hecho, sirven de pegamento para todo aquello que tampoco queremos olvidar.
Leiva, no lo sabes, pero te vi pasar. Tal y como imaginé que serías, con tu cuerpo escuálido, tus propias tormentas encima de la cabeza, con aires de dibujo animado. Y ya sabes, “de repente, la ciudad huele demasiado a ti; el polvo de los días raros”.
Si me hubiera atrevido, hubiera salido y te lo habría dicho: muchísimas gracias.
Como de costumbre, me ha encantado tu post y aquí tienes otra fan de Leiva que se ha sentido identificada. Aunque me ha faltado alguna mención a “vis a vis” supongo que porque es de mis favoritas. Pero siempre es un regalo leerte ✨
Leiva es el cantante que más veces he visto en concierto. Este junio vuelvo otra vez. Y aunque las últimas canciones ya no me las sé como las de antes siempre es él. Me ha encantado tu recorrido musical. Hoy le escucharé de nuevo. Gracias