Sobre salidas al mar, abrazos que no abrazan y sobre quedarse
O Misceláneas primaverales tardías (Volumen ll)
Durante una entrevista, el periodista Pablo Mediavilla hablaba de sus “dos salidas al mar”, haciendo referencia a esas dos playas, la de Barcelona y la de Santander, que le han marcado a lo largo de su vida. De alguna manera, esa frase me acompaña desde entonces, porque pienso que todos tenemos nuestras propias salidas al mar, física y metafóricamente, esos puntos de escape, esos que nos proporcionan oxígeno, que nos muestran horizonte y desembocadura, donde descansan los anhelos y las esperanzas del verano. Las salidas al mar de nuestras vidas nos recuerdan que seguimos navegando, que todavía hay viaje, que tenemos a nuestra disposición un lugar desde el que escapar pero también un sitio al que volver.
Escribió Andrés Suárez una canción con una frase que me encanta y que me invoca de vez en cuando: “Tienes un abrazo que no abraza nada”. Más allá de su rotundidad y de su sonoridad, me conmueve la capacidad de rescatar en una oración tan sencilla una sensación tan demoledora: si alguna vez has recibido un abrazo así, seguro que jamás lo has olvidado, es una experiencia terrorífica. Es como estar abrazando la nada, el frío, un ser inerte, sin alma. Y tú, en un intento de rescatar algo que claramente está sin vida, estrujas más por su parte, como si fuese un Squeeze de esos que tan de moda están entre los niños, pero lo único que consigues es impregnarte más de aquella frialdad. Si bien no es una sensación nada agradable, es muy efectiva: no hace falta que te digan que te dejaron de querer, ese tipo de abrazos hablan por sí solos. Me hace gracia que a veces el ser humano sea tan masoquista, tan como Santo Tomás, necesitando meter la mano en la llaga para convencernos de lo que está sucediendo. En contraposición a este espeluznante gesto, la fabulosa Keira Knightley nos interpreta no una, sino dos veces (en Expiación y en Orgullo y Prejuicio) el poder del tacto: un simple roce de manos puede despertar toda la calidez de lo que, a priori, carecía una conversación tensa, en una confrontación a simple vista incómoda. Con ese microscópico arrumaco, los protagonistas entienden todo lo que no habían comprendido hasta ahora, ya que lo que parecía rechazo no era más sino el ansia de no querer alejarse el uno del otro.
Algo que he observado, con el paso de los años, es que casi todas las personas mayores pierden con el tiempo la capacidad de escuchar a los demás. Supongo que cuando percibes que el reloj te está azuzando, avisándote de que el trayecto se acaba, sientes un impulso vertiginoso por contar tu historia, como los niños cuando apuran su turno sobre cómo han sido sus vacaciones, no vaya a ser que tu momento se acabe y te dejes lo más importante sin narrar. Si bien es cierto que esta urgencia es del todo comprensible, ello me hace apreciar todavía más a aquellos que se resisten a perder la capacidad de escucha. Así era mi abuelo materno, alguien a quien no te cansabas jamás de escuchar pero que tenía la habilidad de seguir prestando atención, rigurosamente, a todo aquel que se sentaba a su lado. Mediante el diálogo te llevaba a visualizar las respuestas, sin imponértelas de ningún modo, siempre entre la seriedad y el ingenio, la broma y el entendimiento. Me gustaban especialmente las noches de verano de improvisadas barbacoas, invitándonos a que no olvidáramos que ese tipo de días hay que exprimirles hasta la última gota de jugo. Recuerdo repasar sus gestos, recuerdo cómo psicoanalizaba mi garabato de un árbol sin hojas, recuerdo su sombrero de paja, sus andares con las piernas ligeramente abiertas al exterior, con esa parsimonia propia del que te pide boleto para pasar, sin invadir. Y le recuerdo sobre todo escuchando, aunque los demás solo quisiésemos oírle hablar, de lo que fuese, un ratito más.
Todas las noches, cuando terminamos el juego de turno o cerramos el libro, las niñas me hacen la misma pregunta: - ¿Te quedas, mamá? No la llenan de artificios ni la edulcoran con manipulaciones, es una pregunta sencilla y directa. Me piden que alargue mi estancia un poco más, que vele su noche hasta que, al menos, se hundan en la inconsciencia del sueño. Qué fácil sería la vida si imitásemos más a los niños, si fuéramos capaces de formularlo así de simple: “¿Te quedas?” Que, sin tanto rodeo, preguntásemos a la otra persona si piensa estar, si piensa quedarse, para luchar a nuestro lado con las pesadillas o los peores desvelos. Ellos lo hacen con naturalidad porque, en el fondo, la infancia y la inocencia se sustentan sobre ese convencimiento, el de tener la seguridad de que hay alguien que, realmente, jamás se va, que atenderá a nuestros ruegos, a nuestras rodillas ensangrentadas, a los terrores nocturnos, a nuestra sed repentina, a nuestros miedos más paralizantes. Siempre he pensado que el matrimonio es un poco eso, retomar la misma cuestión, preguntarle a alguien si se quiere quedar y prometerle, a la vez, que tú sí, que seguirás estando ahí cuando la noche no le deje dormir y también cuando se despierte.
Precioso texto.
Siento envidia, sin tapujos, por las personas que habéis disfrutado de abuelos, por ese eterno cobijo que parecen ofrecer.
Este texto me ha robado el corazón ❤️